Historias armeritas
Han pasado
más de 20 años de la catástrofe de Armero y todavía cuesta creer como un pueblo
próspero se acabó en tan poco tiempo. Sobrevivientes y testigos de la avalancha
recuerdan los días más tristes de sus vidas.
“A la mayoría los cogió durmiendo”
A Ana Marlen
Tinoco aún le tiembla la voz cuando habla de aquel 13 de noviembre de 1985. Por fortuna la casa
donde vivía con su familia no pudo ser arrasada por la avalancha, “todavía no
entiendo cómo fue que nos salvamos, la lava se lo llevó todo y a la mayoría los cogió durmiendo”,
recuerda.
Para la época
de la tragedia, Ana era profesora y trabajaba como corresponsal para el diario
El Combate y la Voz del Tolima.
“Precisamente
esa noche preparaba en mi habitación un informe que hablaba de la intensa caída
de ceniza y de piedritas”. Fue entonces
cuando escuchó un estruendo muy fuerte lo que la hizo salir rápidamente de su
cuarto y despertar a los demás.
Sin luz,
teléfono y sin nada que sirviera para avisar dónde estaban refugiados, Ana
Marlen y otros armeritas más emprendieron un recorrido para socorrer a otras
víctimas. “Dos cuadras más adelante rescatamos al gerente del banco agrario,
desaparecieron las viviendas, los molinos, y la vista no podía ser más triste,
decenas de niños sin brazos ni piernas que clamaban a sus papás y abuelos.
“Se fue la
luz y fue cuando todos pensamos que venía la avalancha. Salimos a la calle y
bastante gente que no conocíamos empezó a entrar a la casa, venían tapados de
lodo. Luego un río de agua caliente y espesa que cada vez se hacía más grande
bajaba con fuerza llevando al paso personas, neveras, mesas y árboles”.
Ana asegura
que el agua les llegó hasta la rodilla. “Asustados empezamos a rezar, la
situación era desesperante y la gente no paraba de llegar envuelta como en
costales y con la cabeza llena de tierra. Menos mal teníamos dos albercas grandes
con agua que repartimos, además de la ropa que había en la casa. En la casa se
aglutinó más de 100 personas y esperamos a que el día aclara para salir a la calle”,
cuenta.
La luz por
fin llegó y Ana salió de su casa para ver quien más estaba a salvo. “Todo
destruido excepto la estación de bomberos, así que formamos camino con las
tejas de zinc para llegar a diferentes sitios y con la ayuda de palos para no
hundirnos al pisar en el lodazal en el que quedamos”.
Las ayudas
más tarde llegaron cuenta Ana, incluso hasta el presidente Belisario Betancourt
se desplazó hasta el lugar de la tragedia, pero pronto se iría pues varios de
los sobrevivientes se le fueron encima reclamando y gritando que era el
culpable. “Alguien le pegó hasta una palmada y le decían ¡abusivo!, ¡atroz!,
pero al final qué culpa tenía el gobierno”, dice Ana.
No olvida el
centenar de personas que vio colgada en los árboles, los cuerpos desnudos y
niños que perdieron sus extremidades en aquella fatídica avalancha. Uno de sus
imborrables recuerdos es la ventana de su casa donde podía ver cómo el agua con
lodo y lava arrastraba todo lo que hallaba a su paso.
“Fueron los
momentos más tristes escuchando gritos, rezos, llanos y maldiciones. La peor
pesadilla de mi vida”.
“Mi barrio vuelto un fango”
“Con 17
casas en un solo barrio habitadas por familiares en unas horas la lava lo
arrasó todo dejando el barrio donde nací y crecí borrado del mapa y en un
inmenso río espeso de barro”, así recuerda Jorge Enrique Estrada, un armerita
que perdió a 48 de sus parientes entre los más cercanos: su madre, abuela,
hermana y sobrinos.
Los 120
parientes que tenía Jorge en Armero vivían en el barrio Santander. De aquel
lugar no quedó nada, pues la erupción del volcán Ruiz creció con bastante
fuerza que cubrió por lo menos cinco metros. Para este armerita los recuerdos
van y vienen como ráfagas de viento.
“La gente
era muy escéptica, muchos creían que se trataba de una inundación y que con
saber nadar se iban a salvar, además no querían perder lo que habían conseguido con muchos años de
trabajo”, dice Jorge Estrada.
“Estaba en Ibagué cuando sucedió la tragedia, y lo primero que pensé
fue en mi madre y de inmediato quise emprender camino, la empresa donde estaba me envío con otros
compañeros también para conocer la suerte del personal que trabajaba en Armero”, cuenta.
“Llegamos
hasta Lérida no había paso y nos devolvieron. Afortunadamente me ofrecieron la posibilidad
de sobrevolar la zona en un helicóptero del ejército, al llegar al lugar no vi
el barrio Santander, como tampoco la lomita donde aprendí a montar bicicleta en
mí niñez”, narra.
Jorge pudo
ingresar a la zona los dos días caminando en medio del lodo y observando según
relata, a gente metida entre el barro y escuchando el fuerte bramido del ganado.
Finalmente y luego de caminar por un largo rato halló a su hermana y a su
sobrino. Los días fueron pasando y la idea de encontrar a más parientes se terminó.
“Murieron en
total 48 familiares. Frente a mi casa existió un árbol muy grande donde que
escribíamos “mi amor” con corazones cuando los días pasaron regresé y lo
encontré hasta la mitad, allí supe que cerca estaba mi casa”.
Ahora Jorge
visita cuatro veces al año Armero para conmemorar el campo donde varios de sus
parientes padecieron. “No he dejado de contarle a mis hijos lo bonito que era
Armero, los paseos de olla y los sitios donde nos reuníamos entre 60 y 80
personas”.
“Nadie sabía que Armero había desaparecido”
Era las 8:30
de la noche cuando pasó por última vez por Armero. El padre Augusto Carmona
Agudelo viajaba esa noche hacía Armero Guayabal, lugar donde vivía tras
terminar una misa. Prendió la televisión y de repente se quedó dormido, A la
media noche llegó José Antonio Villaquirán profesor en ese entonces del colegio
Quezada Jiménez, en su moto con su esposa y sus tres niños para pedirme que
tocara las campanas de la parroquia porque el río Lagunilla había inundado a
Armero”, cuenta el padre Augusto Carmona.
Hasta ese
momento nadie sabía que Armero estaba desaparecido. No obstante, 15 minutos más
tarde llegó la primera noticia de que “una avalancha arrastró hasta el río sabandija
miles de personas y que fácilmente se podían contar porque estaban todos
amontonados”, dice el padre.
Los
habitantes de Armero-Guayabal se encontraban prácticamente en medio de una
marea de cadáveres y sin opción de salida pues las vías estaban tapadas por
enormes rocas y barro que, según cuenta el sacerdote, arrojó el Ruiz.
“En total
fueron 96 muertos los que contamos al otro lado del sabandija. Esa noche la
gente comenzó a llegar por la lomita de Santo Domingo, antigua carretera pues
la principal estaba repleta de lodo. Horas más tarde de la tragedia, llegaban
cadáveres traídos por sobrevivientes hacía la casa cural de Guayabal para darle
sepultura. A las 7:00 de la mañana habían siete cuerpos en la casa cural y a
las 12: 00 del día ya teníamos más de 50”.
El sábado
siguiente en total se enterraron 1.054 muertos en el cementerio de Guayabal de
los cuales sólo 11 pudieron ser identificados, cuenta el padre Carmona.
“Dos días
después de la tragedia pudimos ingresar a Armero, pues el paso era restringido
y sólo se le permitía a socorristas y a las autoridades. Recuerdo que nos
hacían poner un vestido especial en la hacienda San Francisco y al regresar a
Guayabal quemarlo para evitar la gangrena gaseosa”, dice el sacerdote.
Para cientos
de personas como el padre Carmona son imágenes de una naturaleza enfurecida que
permanece intacta en la memoria. “Yo no
viaje al instante del suceso pues me quedé atendiendo a los damnificados que
requerían de ayudas, pero creo que no hay manera de describir lo que vi. Encontrar
la parroquia El Carmen dañada, 25 personas sentadas en las bancas tapadas por
el lodo y 300 víctimas aplastadas por los muros del estadio”, expresa.
Aunque
muchos en su momento expresaron que la tragedia pudo haberse evitado si los
gobiernos hubieran atendido las sospechas expresadas por varios vulcanólogos,
“es más recuerdo que 10 meses antes estuve en un curso en Manizales dictados
por un vulcanólogo alemán y cuando volví a Armero llevé un mapa de riesgo que
lo difundimos por los colegios explicándole a los alumnos lo que se podía oler
en caso de que estallara el nevado”. Sin embargo, de acuerdo con el religioso
nadie disponía de datos precisos de cómo o cuándo iba a ocurrir la tragedia y
en qué magnitud.
“Un día llegó una señora y me dijo: - Padre
puse a mis hijas en clases de natación para que cuando llegue la inundación del
río Lagunilla ellas puedan nadar y salvarse, pues la experiencia más cercana
que la gente tenía era la de 1946 cuando hubo un deshielo en el Ruiz y llegó
una avalancha de agua que arribó hasta los parques Los Fundadores, pero jamás
nadie imaginó que en una población de 29 mil habitantes iba a amanecer el día
siguiente sin nada”, comenta.
El padre
Carmona recuerda que uno de los tantos estragos que ocasionó la avalancha fue
el enorme árbol que cayó sobre el serpentario donde escaparon más de 130
especies entre ellas boas, cascabeles y pudridores y en la que mucha gente fue
mordida.
Correr para salvarse
Cultivos de
arroz rucios por la arena que los llovió y unos campesinos cavando un hueco
para sepultar varios cadáveres, fue la imagen que quedó en la cabeza de Diego Uribe,
un agricultor de esas tierras que vio todo su trabajo perder cuando la erupción
sepultó las abundantes tierras.
En su
memoria está los rostros de pánico y el desasosiego que se apoderó de la gente “Decidí
viajar a Bogotá en mi vehículo y observaba los angustiosos rostros y como se
subían desesperadamente al carro. Un hombre que iba en una moto arrojó a una
niña al interior de la camioneta. Por el espejo retrovisor miraba como la masa
de agua y lodo me perseguía”.
El pedal dio
todo lo que quiso intentando escapar de semejante fango de barro que “me
perseguía a 10 kilómetros”, cuenta Uribe.
Aunque la
muerte estuvo cerca logró llegar hasta una colina a esperar en medio de los llanos de gente que era arrastrada por
la furia de la lava. “Desde la altura alcanzaba a ver personas desnudas, vehículos,
colchones, árboles y el imperio del
silencio”.
Por: Jenny
Perdomo
Historias
publicadas en el diario El Nuevo Día
Noviembre de
2010