viernes, 8 de julio de 2016

Historias armeritas

Historias armeritas

Han pasado más de 20 años de la catástrofe de Armero y todavía cuesta creer como un pueblo próspero se acabó en tan poco tiempo. Sobrevivientes y testigos de la avalancha recuerdan los días más tristes de sus vidas.

“A la mayoría los cogió durmiendo”

A Ana Marlen Tinoco aún le tiembla la voz cuando habla de aquel  13 de noviembre de 1985. Por fortuna la casa donde vivía con su familia no pudo ser arrasada por la avalancha, “todavía no entiendo cómo fue que nos salvamos, la lava se lo llevó todo  y a la mayoría los cogió durmiendo”, recuerda.

Para la época de la tragedia, Ana era profesora y trabajaba como corresponsal para el diario El Combate y la Voz del Tolima.

“Precisamente esa noche preparaba en mi habitación un informe que hablaba de la intensa caída de ceniza y de piedritas”.  Fue entonces cuando escuchó un estruendo muy fuerte lo que la hizo salir rápidamente de su cuarto y despertar a los demás.
Sin luz, teléfono y sin nada que sirviera para avisar dónde estaban refugiados, Ana Marlen y otros armeritas más emprendieron un recorrido para socorrer a otras víctimas. “Dos cuadras más adelante rescatamos al gerente del banco agrario, desaparecieron las viviendas, los molinos, y la vista no podía ser más triste, decenas de niños sin brazos ni piernas que clamaban a sus papás y abuelos.

“Se fue la luz y fue cuando todos pensamos que venía la avalancha. Salimos a la calle y bastante gente que no conocíamos empezó a entrar a la casa, venían tapados de lodo. Luego un río de agua caliente y espesa que cada vez se hacía más grande bajaba con fuerza llevando al paso personas, neveras, mesas y árboles”.

Ana asegura que el agua les llegó hasta la rodilla. “Asustados empezamos a rezar, la situación era desesperante y la gente no paraba de llegar envuelta como en costales y con la cabeza llena de tierra. Menos mal teníamos dos albercas grandes con agua que repartimos, además de la ropa que había en la casa. En la casa se aglutinó más de 100 personas y esperamos a que el día aclara para salir a la calle”, cuenta.

La luz por fin llegó y Ana salió de su casa para ver quien más estaba a salvo. “Todo destruido excepto la estación de bomberos, así que formamos camino con las tejas de zinc para llegar a diferentes sitios y con la ayuda de palos para no hundirnos al pisar en el lodazal en el que quedamos”.

Las ayudas más tarde llegaron cuenta Ana, incluso hasta el presidente Belisario Betancourt se desplazó hasta el lugar de la tragedia, pero pronto se iría pues varios de los sobrevivientes se le fueron encima reclamando y gritando que era el culpable. “Alguien le pegó hasta una palmada y le decían ¡abusivo!, ¡atroz!, pero al final qué culpa tenía el gobierno”, dice Ana.

No olvida el centenar de personas que vio colgada en los árboles, los cuerpos desnudos y niños que perdieron sus extremidades en aquella fatídica avalancha. Uno de sus imborrables recuerdos es la ventana de su casa donde podía ver cómo el agua con lodo y lava arrastraba todo lo que hallaba a su paso.
“Fueron los momentos más tristes escuchando gritos, rezos, llanos y maldiciones. La peor pesadilla de mi vida”.

“Mi barrio vuelto un fango”

“Con 17 casas en un solo barrio habitadas por familiares en unas horas la lava lo arrasó todo dejando el barrio donde nací y crecí borrado del mapa y en un inmenso río espeso de barro”, así recuerda Jorge Enrique Estrada, un armerita que perdió a 48 de sus parientes entre los más cercanos: su madre, abuela, hermana y sobrinos.
Los 120 parientes que tenía Jorge en Armero vivían en el barrio Santander. De aquel lugar no quedó nada, pues la erupción del volcán Ruiz creció con bastante fuerza que cubrió por lo menos cinco metros. Para este armerita los recuerdos van y vienen como ráfagas de viento.

“La gente era muy escéptica, muchos creían que se trataba de una inundación y que con saber nadar se iban a salvar, además no querían perder  lo que habían conseguido con muchos años de trabajo”, dice Jorge Estrada.
 “Estaba en Ibagué cuando  sucedió la tragedia, y lo primero que pensé fue en mi madre y de inmediato quise emprender camino,  la empresa donde estaba me envío con otros compañeros también para conocer la suerte del personal  que trabajaba en Armero”, cuenta.

“Llegamos hasta Lérida no había paso y nos devolvieron. Afortunadamente me ofrecieron la posibilidad de sobrevolar la zona en un helicóptero del ejército, al llegar al lugar no vi el barrio Santander, como tampoco la lomita donde aprendí a montar bicicleta en mí niñez”, narra.

Jorge pudo ingresar a la zona los dos días caminando en medio del lodo y observando según relata, a gente metida entre el barro y escuchando el fuerte bramido del ganado. Finalmente y luego de caminar por un largo rato halló a su hermana y a su sobrino. Los días fueron pasando y la idea de encontrar a más parientes se terminó.

“Murieron en total 48 familiares. Frente a mi casa existió un árbol muy grande donde que escribíamos “mi amor” con corazones cuando los días pasaron regresé y lo encontré hasta la mitad, allí supe que cerca estaba mi casa”.

Ahora Jorge visita cuatro veces al año Armero para conmemorar el campo donde varios de sus parientes padecieron. “No he dejado de contarle a mis hijos lo bonito que era Armero, los paseos de olla y los sitios donde nos reuníamos entre 60 y 80 personas”.

 “Nadie sabía que Armero había desaparecido”

Era las 8:30 de la noche cuando pasó por última vez por Armero. El padre Augusto Carmona Agudelo viajaba esa noche hacía Armero Guayabal, lugar donde vivía tras terminar una misa. Prendió la televisión y de repente se quedó dormido, A la media noche llegó José Antonio Villaquirán profesor en ese entonces del colegio Quezada Jiménez, en su moto con su esposa y sus tres niños para pedirme que tocara las campanas de la parroquia porque el río Lagunilla había inundado a Armero”,  cuenta el padre Augusto Carmona.

Hasta ese momento nadie sabía que Armero estaba desaparecido. No obstante, 15 minutos más tarde llegó la primera noticia de que “una avalancha arrastró hasta el río sabandija miles de personas y que fácilmente se podían contar porque estaban todos amontonados”, dice el padre.

Los habitantes de Armero-Guayabal se encontraban prácticamente en medio de una marea de cadáveres y sin opción de salida pues las vías estaban tapadas por enormes rocas y barro que, según cuenta el sacerdote, arrojó el Ruiz.

“En total fueron 96 muertos los que contamos al otro lado del sabandija. Esa noche la gente comenzó a llegar por la lomita de Santo Domingo, antigua carretera pues la principal estaba repleta de lodo. Horas más tarde de la tragedia, llegaban cadáveres traídos por sobrevivientes hacía la casa cural de Guayabal para darle sepultura. A las 7:00 de la mañana habían siete cuerpos en la casa cural y a las 12: 00 del día ya teníamos más de 50”.

El sábado siguiente en total se enterraron 1.054 muertos en el cementerio de Guayabal de los cuales sólo 11 pudieron ser identificados, cuenta el padre Carmona.

“Dos días después de la tragedia pudimos ingresar a Armero, pues el paso era restringido y sólo se le permitía a socorristas y a las autoridades. Recuerdo que nos hacían poner un vestido especial en la hacienda San Francisco y al regresar a Guayabal quemarlo para evitar la gangrena gaseosa”, dice el sacerdote.

Para cientos de personas como el padre Carmona son imágenes de una naturaleza enfurecida que permanece intacta en la  memoria. “Yo no viaje al instante del suceso pues me quedé atendiendo a los damnificados que requerían de ayudas, pero creo que no hay manera de describir lo que vi. Encontrar la parroquia El Carmen dañada, 25 personas sentadas en las bancas tapadas por el lodo y 300 víctimas aplastadas por los muros del estadio”, expresa.

Aunque muchos en su momento expresaron que la tragedia pudo haberse evitado si los gobiernos hubieran atendido las sospechas expresadas por varios vulcanólogos, “es más recuerdo que 10 meses antes estuve en un curso en Manizales dictados por un vulcanólogo alemán y cuando volví a Armero llevé un mapa de riesgo que lo difundimos por los colegios explicándole a los alumnos lo que se podía oler en caso de que estallara el nevado”. Sin embargo, de acuerdo con el religioso nadie disponía de datos precisos de cómo o cuándo iba a ocurrir la tragedia y en qué magnitud.

“Un día llegó una señora y me dijo: - Padre puse a mis hijas en clases de natación para que cuando llegue la inundación del río Lagunilla ellas puedan nadar y salvarse, pues la experiencia más cercana que la gente tenía era la de 1946 cuando hubo un deshielo en el Ruiz y llegó una avalancha de agua que arribó hasta los parques Los Fundadores, pero jamás nadie imaginó que en una población de 29 mil habitantes iba a amanecer el día siguiente sin nada”, comenta.

El padre Carmona recuerda que uno de los tantos estragos que ocasionó la avalancha fue el enorme árbol que cayó sobre el serpentario donde escaparon más de 130 especies entre ellas boas, cascabeles y pudridores y en la que mucha gente fue mordida.

Correr para salvarse

Cultivos de arroz rucios por la arena que los llovió y unos campesinos cavando un hueco para sepultar varios cadáveres, fue la imagen que quedó en la cabeza de Diego Uribe, un agricultor de esas tierras que vio todo su trabajo perder cuando la erupción sepultó las abundantes tierras.

En su memoria está los rostros de pánico y el desasosiego que se apoderó de la gente “Decidí viajar a Bogotá en mi vehículo y observaba los angustiosos rostros y como se subían desesperadamente al carro. Un hombre que iba en una moto arrojó a una niña al interior de la camioneta. Por el espejo retrovisor miraba como la masa de agua y lodo me perseguía”.

El pedal dio todo lo que quiso intentando escapar de semejante fango de barro que “me perseguía a 10 kilómetros”, cuenta Uribe.
Aunque la muerte estuvo cerca logró llegar hasta una colina a esperar en medio  de los llanos de gente que era arrastrada por la furia de la lava. “Desde la altura alcanzaba a ver personas desnudas, vehículos,  colchones, árboles y el imperio del silencio”.

Por: Jenny Perdomo
Historias publicadas en el diario El Nuevo Día
Noviembre de 2010



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